Ando falta de inspiración bloggera últimamente pero a cambio por fin este año he cumplido mi propósito de participar en el concurso de relatos navideños del colegio de mis hijos. Todos los años digo que lo voy a hacer y se me acaba pasando la fecha pero esta vez me puse en manos de Sofía y me ha llevado como una vela. Como para no presentar relato... así que, agradeciendo a la pequeña sargento su vigilancia y entusiasmo, tengo el placer de comunicaros que mi relato resultó ganador en la categoría de adultos y, como es cortito (por imperativo legal), he decidido felicitaros la navidad compartiéndolo con vosotr@s aquí. Espero que os guste.
UNA NAVIDAD SIN JUGUETES
Todo lo que había visto, todo lo que había escuchado,
todo lo que había pensado y sentido hasta el momento no valía para nada. Al
final, la que parecía ser la mayor catástrofe de su vida, iba a resultar una
bendición.
Como empresario del sector juguetero, tercera
generación de su familia al cargo de la gran fábrica, orgullo de su pueblo
natal, nunca había encontrado mayor sentido a la navidad que trabajar mucho y
ganar mucho dinero. Hacia el mes de septiembre, la actividad en la fábrica se
volvía febril, pero por mucho que trabajaran, por mucho que planificaran, los
pedidos seguían sucediéndose hasta ultimísima hora. Ni Papá Noel ni los Reyes
Magos le habían dado nunca respiro. Invariablemente, los últimos días del año
se multiplicaban las horas de trabajo y, por lo general, hasta el día 7 de
enero no había descanso ni para él ni para sus empleados.
El año 2014 había sido diferente. A finales de agosto
ocurrió algo terrible. Manuel siempre había presumido de las espectaculares
vistas desde su despacho en la fábrica, sobre todo en otoño. Desde sus amplios
ventanales se veía el frondoso bosque, trepando, exuberante, por las colinas a
cuyo pie su abuelo había construido, con gran esfuerzo, su fábrica, la niña de
sus ojos. Pero aquel verano había sido especialmente seco y el despiste de
algún turista poco cuidadoso desencadenó un devastador incendio. Era domingo
así que, afortunadamente, la fábrica se encontraba desierta cuando el infierno
de las llamas la alcanzó pero el alivio por no tener que lamentar pérdidas
humanas le duró poco. En pocos minutos Manuel fue consciente de haberlo perdido
todo. La campaña navideña estaba a punto de comenzar y este año serían
incapaces de fabricar ni uno sólo de sus apreciados juguetes.
Durante meses Manuel se había sumido en la más
profunda desesperación, ni los esfuerzos de su familia, ni las buenas noticias
que llegaban de la compañía de seguros, de la constructora que ya había
comenzado con las labores de reconstrucción, nada conseguía animarle. Sólo
podía pensar en el dinero que iba a perder en estas navidades, en los clientes
a los que no iba a poder satisfacer y que, quizás, encontrarían otro proveedor que
les gustara incluso más, ¿qué haría si no volvían nunca a comprarle? Sentía que
su vida estaba acabada.
Pero llegó diciembre. En el colegio de sus hijos
empezaron las actividades navideñas y, por primera vez en su vida, tuvo tiempo
para asistir a ellas. Pudo ir a los talleres con padres de las clases de su
hijo mayor y de las gemelas. Pudo asistir a los festivales de fin de curso,
maravillarse con el talento de sus hijos. No tenía ni idea de que las gemelas
cantaran tan bien ni de que el mayor actuara con semejante pasión. Por primera
vez en su vida acompañó a su mujer a visitar a la familia y hasta se animó a
ayudarla en el rastro con el que todos los años colaboraba. Descubrió todo un
mundo que siempre le había resultado ajeno. Poco a poco empezó a ser capaz de
ver más allá de la desgracia del incendio de la fábrica. Empezó a ser
consciente de que en realidad no iba a perder tanto. Tenía una buena cobertura
de seguros, perdería una campaña, sí, pero no su negocio. Y a cambio estaba
descubriendo tantas cosas. ¿Así que aquello era a lo que llamaban espíritu
navideño? Ayudar a los demás, pasar más tiempo en familia, incluidos aquellos
que vivían tan lejos y volvían al pueblo para pasar estas fechas juntos. Por
fin había llegado el día 24 y, por primera vez en su vida, llegó a tiempo para
cenar con su familia. Las sonrisas y miradas iluminadas de sus hijos, felices
por tenerle por fin en casa en Navidad, le enseñaron que todo lo que había
visto, todo lo que había escuchado, todo lo que había pensado y sentido hasta
el momento no valía para nada.
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